"De pesquería" 1ª parte

31.03.2012 08:29

 

Estábamos en el mes de Abril y la semana santa o de turismo se acercaba. Como muchos uruguayos es una semana donde aprovechamos para ir al campo, sea donde sea. Normalmente cuando uno dice campo se imagina las vacas, ovejas, paisanos a caballos u otras tantas tareas que allí se realizan. Pero cuando uno habla de campo en semana de turismo, enseguida le viene a la mente, la caza y la pesca. Para la cacería existen ciertas leyes que se deben respetar, y  en semana de turismo en particular, se controlan hasta por demás. Para la pesca es todo lo contrario. Pescar a orillas de un río o arroyo, o simplemente a orillas de una laguna es lo que casi todos buscamos. Además, uno no puede dejar de ir a pescar, sin el asadito de cordero, unos chorizos caseros, galleta de campaña y la infaltable pelota.

Pero la semana que se aproximaba sería una semana diferente a la que todos nos hacemos la idea.

Recibí el llamado de mi compadre Martín de la ciudad de Artigas Me invitaba a pasar unos días en la ciudad y el resto de la semana  acampando en una laguna, donde según fuentes fidedignas salían buenas tarariras. Como dicen en esos pagos, no iríamos de “pesquería”

Al llegar a  la ciudad de Artigas, me encontré con una comunidad alegre y tranquila. La gente nos saludaba en cada esquina, pues el auto en que nos habían ido a buscar era conocido por todos los que cruzábamos. Conocí la avenida  “ Lecueder”, la ciudad de “Cuaraí”, y el famoso club “Zorrilla”. Emblemas de una ciudad que se encuentra ligada a la frontera con Brasil.

El día martes amaneció con un sol radiante, unas pequeñas nubes aprecian esporádicas, pero a medida que el astro iba subiendo , también subía la temperatura. A media mañana cuando todos ya nos encontrábamos levantados, comenzamos a cargar el equipamiento en el tráiler y en los autos que nos esperaban para salir. Pusimos un toldo por encima del cargamento, en caso de lluvia; atamos todo firmemente y  arrancamos. En el primer auto viajaba Martín con sus dos hijos, Lucas y Mauro,  mi señora y yo. En el otro auto Viajaba el papá de Martín “ Otto”, Claudio un sobrino y su nuera Paola. Un trayecto de cien kilómetros por carretera nos esperaba más al norte todavía.

 Pasado el mediodía dejamos la carretera para tomar durante veinte minutos más, un camino vecinal. Un trayecto sinuoso, empedrado, y angosto. Cruzamos un vehículo de la zona y nos tuvimos que hacer a un lado de la banquina, pues ambos autos no pasaban. Al pasar un badén de una cañada, paramos repentinamente; habíamos llegamos a la portera de entrada. Con llave en mano entramos por el sendero que conducía hasta el casco principal. Un camino recto, de piedra, con un simple “pastor”, que nos separaba del ganado; que al ver movimiento se arrimó hasta  el camino. El primer paso era una cañada, continuación del hilo de agua que recién habíamos cruzado en el camino vecinal. El mismo serpenteaba por las lomas del campo. Un cauce de agua de un poco menos de medio metro que no nos hizo oposición. Al llegar a la casa principal no nos esperaba nadie. Bajamos de los coches y recorrimos la casa por fuera. Tenía un patio interno antiguo estilo colonial, una glorieta hecha con postes de hormigón y varias enredaderas que las cubrían. Ventanas y puertas de madera, un techo en dos aguas de chapa de cemento, y por supuesto el baño a un costado. En el centro un aljibe proveía de agua a la casa. Me explicaron que los dueños vivían en la ciudad y que ese era solo uno de los campos que tenían.  En ese momento poco me importaba lo que me dijeran del campo, en mi mente solo estaba la idea de  tirar una línea al agua.

 Continuamos el viaje por un sendero marcado en medio de la pradera y al llegar a otra portera que debíamos cruza,  paramos para ver el paisaje nuevamente. A lo lejos, detrás de un monte de eucaliptus, se podía divisar nuestro espejo de agua deseado. Cruzamos  y volvimos a subir a los autos. Mi sorpresa fue enorme al darme cuenta que la única manera de continuar hasta la laguna era por el trillo de una taipa. Había caído en cuenta que estábamos en una arrocera y que la laguna era la que se utilizaba para abastecer de agua de la plantación de arroz.

Jamás había visto semejante barranco y por el sendero solo cabía de a un auto por vez.  Una equivocación era una caída segura.

La tarde se estaba nublando y un viento moderado y caluroso se levantaba desde el norte. A esa altura nos encontrábamos a  media tarde y el tiempo que nos quedaba era poco, pues el sol en el mes de Abril se escondería rápido. Al llegar al resguardo del monte bajamos de los autos y estiramos los pies. Recorrimos la zona guiados por Martín quien ya había estado antes un par de veces, mientras los chicos correteaban por el lugar. Una hora tardamos en llegar a la mitad de la laguna. Vimos movimiento en el agua y decidimos volver inmediatamente, había que armar el campamento antes de la noche si queríamos  salir a pescar.

Pusimos a los chicos y a nuestras esposas a juntar leña, algo que el monte siempre nos regala. Los hombres armamos el campamento, carpa, sobre techo, un toldo por las dudas, y la infaltable zanja alrededor de la carpa. A un costado se encontraba el esqueleto de una Combi; lo que se sabía era que unos lugareños la abandonaron ahí como resguardo de otros campamentos. Prendimos el fuego entre unas piedras y pusimos a calentar una caldera con agua. Tensamos los toldos y para que se vaya calentando, agregamos a la parrilla  un cuarto de cordero para la cena.

Sin perder un segundo más tomamos las cañas, los señuelos y un pedazo de carne y arrancamos corriendo para la laguna. Al llegar encontramos que los chicos ya estaban mojarreando y la verdad que de maravilla, pues nos harían falta para pasar la noche. 

Abro la valija y  tomo como de costumbre, el señuelo  de la buena suerte. Lo engancho del destorcedor y hago un primer tiro con él. Dos segundos pasaron para pinchar la primera tararira. Mi caña se arqueó y la presa pegó un salto enorme fuera del agua. Los chicos se asustaron y festejaron  la pirueta que habían visto. Enseguida pude divisar que se trataba de una pequeña pieza. Al sacarla del agua sin mucha dificultad la desprendí y la solté nuevamente para que se marchara. Lucas y Mauro  me miraron con ojos exorbitantes y me preguntaron por qué la tiraba al agua; yo les contesté que no íbamos a comer pescado y menos si eran chicos, por lo que todos serían devueltos. Extrañados por mi conducta, fueron a que su padre les diera una razón mejor para poder entender la pesca y devolución. Pero Martín simplemente se amparó en mis comentarios, pues él tampoco estaba acostumbrado a esa práctica.

Un segundo tiro y nuevamente al caer, otro pique seguro. Parecían tener hambre y a cualquier movimiento se tiraban de cabeza. Dos tiros, dos piezas, era algo fabuloso.

En ese momento mi compadre pinchó algo. Se encontraba pescando a fondo en busca de bagres, pero en vez de eso, había agarrado algo totalmente diferente. Se trataba de una especie de piraña. Ellos decían que era una palometa, pero su dentadura característica, era inconfundible. De color dorado sobre el lomo y plateado en su panza, pesaba algo así, como un kilo. Para mí era algo que jamás había visto y valía la pena perder diez minutos conociendo una especie nueva.

Decidí cambiar de señuelo, pues la luz del día era cada vez más tenue y puse uno de flote. Yo pensaba que todavía podía sacar algo más antes de la noche. Las nubes se hacían cada vez más espesas y se tornaban cada vez más oscuras. Pero la pesca era abundante y había que seguir intentando. Coloqué una ranita de goma con una hélice metálica en su frente. Cayó y comencé a recoger. La hélice produce un efecto en el agua parecido al que hace un bote a motor; deja una estera  que produce vibraciones que son captadas por los peces. Tuvo un par de ataques pero no fueron seguros. Al principio pensé que era  muy grande el señuelo o que las tarariras eran tan chicas como las anteriores y entré a dudar si había sido bueno el cambio. Mi pensamiento fue sencillo; una vez más y lo cambio.  Ésta vez decidí tirarlo más cerca y entre los pajonales. Cayó y recogí. Se trancó y comencé a tironearlo para que se zafara, cuando algo increíble pasó.

Una enorme boca apareció fuera del agua y se tragó la ranita de goma. Comenzó a tirar de mi caña y del susto le pegué el sinchón tres veces para poder prenderla. La tararira posee una boca muy dura y lo mejor es aferrar varias veces, tratando que el robador se logre prender de algún lado. 

Tres veces respondió y le tuve que aflojar la estrella. Mi caña se arqueó y comenzó a salir el sedal . Tiré pero fue como si estuviera trancada debajo de una piedra. Tenía miedo de cinchar mucho y que se rompiera. Jamás había vivido semejante furia.  Respondió con un par de cabezazos y continuó tirando del sedal. Comencé a caminar por el borde de la laguna, mientras seguía tirando. De repente paró y empezó a aflojar, y yo a recoger. En cierto punto volvió a tirar con tanta fuerza, que saltó fuera del agua.

La imagen que pudimos divisar fue algo espeluznante. Un monstruo había salido de la laguna para volver a adentrarse. Al ver aquella imagen los chicos comenzaron gritar de emoción, tiraron los mojarreros y se acercaron hasta donde yo estaba. No querían perderse el espectáculo. Pero Martín los hizo callar, él estaba nervioso como cualquiera. Mandó a Claudio a traer el copo y que las mujeres vinieran con la cámara de foto. Quince minutos después yo seguía luchando.

Volvió a tirar una y otra vez, la tanza se me estaba acabando, así que decidí recuperar un poco. Cedí algo de forma abrupta, para dar la sensación de libertad y un minuto después recogí con toda mi fuerza. Al principio vino bastante pero después se frenó totalmente y comenzó a tirar y de nuevo comenzó la lucha. Una y otra vez se repitió la maniobra, yo tiraba y venía, ella cabeceaba y yo cedía. Ya había pasado casi una hora y la lucha continuaba. Todos estaban expectantes de lo que me estaba sucediendo. Yo solamente me concentraba en hacer lo correcto, pero mis ojos simplemente veían como se acababa la luz del día. Hasta que pude  sentí que se estaba rindiendo. Por dentro pensaba que no debía apurarme y por otra parte ya me estaba cansando. Ambos contendientes no queríamos aflojar, entonces vi el comienzo de la base.

Mi reel estaba cargado con 3.0 y tenía una base de nylon 4.5 de diez metros, y el nudo había aparecido fuera del agua. Entonces pensé que  lo estaba logrando. Volvió a cabecear y unos cuantos metros se fueron nuevamente. Volví a recoger ya sin fuerzas en los brazos, cuando un nuevo sinchón hizo que la pieza en unos de su último esfuerzo por zafarse  saltara fuera del agua nuevamente.

 Esta vez la había visto bien. Se trataba de una “tararira tornasol”, pero su tamaño me hacía desconfiar. El impacto cuando calló, hizo que el  agua salpicara  hasta donde yo estaba. Volví a tensarla y la acerqué hasta el borde. Le pedí a Martín que me sostuviera la caña mientras tomaba la tanza con mi mano para arrimarla a la orilla, entonces, pude ver la bestia de mi vida frente a mis ojos.

En un instante cruzo frente a mí de derecha a izquierda, como mostrando la magnitud que poseía. Nuestros ojos parecieron intercambiar miradas de desafío. Aunque solo se dignó a pasar,  yo no supe reaccionar. Había quedado estupefacto de la magnificencia del animal digno de aquella batalla. Al contemplar su tamaño, me sentí orgulloso y al a vez maravillado de lo que había logrado. Entonces pegó la vuelta lentamente  a la derecha y volvió a cruzar frente a mí. En ese momento tenía el copo dentro del agua, y ella se encaminaba directamente a él. Tensé la tanza y traté  que se metiera. Golpeó con la cabeza la parte superior del aro y con la cola la parte inferior; reaccioné que el copo era muy chico para tal tamaño. Traté de hacer la maniobra una vez más, no podía fallar, si lo hacía podía perderla. Parecía que no había perdido toda la fuerza, pues sus giros eran decididos. Cuando se acercó al copo por tercera vez venía de forma directa y pensé que lo lograría. Pero me equivoqué. Logró esquivar el copo nuevamente, y de repente se movió laguna adentro a mayor velocidad. Algo me decía que no se iba a entregar tan fácilmente . Entonces sucedió.

Pegó un coletazo en el agua y arrancó con toda la furia. Martín que no sabía qué hacer, sostuvo la caña con toda su fuerza, pues se lo estaba llevando hacia adentro. Al cabo de unos metros efectuó un salto nuevamente y volvió a mostrar la ferocidad con la que nos estaba tratando. En aquélla imagen impresionante pudimos ver como el señuelo salía despedido de su boca.

En ese momento de adrenalina, me quedé sin poder tomar la presa, ni poder tomar la caña. La tararira había ganado la batalla y lo peor es que lo había visto en sus ojos. Decir cuánto medía, o cuanto podía pesar, sería disparatado para cualquier pescador. Jamás había visto un pez de esa magnitud. En mi mente solo queda el recuerdo de la imagen de la bestia en el ocaso de una tarde de turismo. La idea de una foto, o la descripción detallada, son historia para contar y compartir. Porque de algo quedamos todos de acuerdo, y es que la imagen  que nos dejó, quedará marcada en el recuerdo para toda la vida.

Y lo peor de todo, es que la noche recién comenzaba…